Era fácil sentirse deslumbrada por ella, yo la miraba y me quedaba con la boca abierta; luego me veía a mí y…, bueno, no me veía, sencillamente no me veía. Mariana, mi hermana, era la estrella, allá donde íbamos, triunfaba: elegante, lista, ocurrente, guapa, lo tenía todo; yo era como el patito feo, siempre detrás, a su sombra: me fijaba tanto en ella que casi desaparezco.
Un día decidí liberarme de su presencia, siempre he sido un poco drástica en mis decisiones: cuando algo me preocupaba, buscaba una solución que me permitiera explorar otros caminos. Empecé a estudiar Bellas Artes; cambié mi vestuario, al principio punk, pero luego derivó en un hibrido entre hippy y punk; solía ir a conciertos y conferencias que parece que sólo me interesaban a mí. Así que empecé a ser la rara, la extravagante, y mi familia terminó por dejarme en paz. En plena crisis existencial, buscaba inspiración en todo lo que fuera contrario a ella porque me parecía banal y conformista. Conseguí descubrirme, reconocer la luz que había en mí, mi singularidad, y también la de mi hermana. Sentir un puntito de dolor y no sucumbir a él me convirtió en otra estrella, nueva y reluciente.