Oneira se enorgullece con
manantiales, hermosos jardines, pajarillos por doquier y la calidez turquesa
que lame sus acantilados. Desde siempre sus alcaldías y corporaciones ejercen
una ternura institucional ofreciendo alojamiento a todos los privados del
sosiego. Hospedan sus pasos en las orillas de sus playas pues se dice que la
pleamar recoge la fatiga o la tristeza de sus huellas llevándolas al otro lado
del mundo. Luego el agua sin fin las devolverá felices porque el mar regresa
siempre.
Un día un forastero gritó que
volaría, convencido de que sus pisadas eran ahora las de pequeñas gaviotas con
caperuza de chocolate. Muchas suelen agruparse en el pedrero del Este. La
autoridad se apresura en apelar a la prudencia no vaya a ser que al ingenuo le
dé por subir al Cerro de Santa Catalina y arrojarse como quien tiene alas. Se
piden ideas y una anónima propone unas justas literarias con el lema “¿Qué
ilusión trae el mar de Oneira?”
El tribunal lo formarán
Glafira, una maestrita que dejó de contar su edad al cumplir cien años. La
alcaldesa, señora Antonieta, cuyo cuello recuerda al de Carlota, una garza que
menudea su alimento en los pedreros del Oeste. Y Diógenes, que no guarda
plásticos ni ropa vieja sino recuerdos de ciudades gloriosas, montañas
inaccesibles y lagunas sin hadas.
La emoción reina en la ciudad
de los sueños a la espera de la mejor satisfacción de los pasos cansados.