Cuando era un niño, más o menos antes de ayer…, existían dos cosas que me apasionaban: los macarrones con chorizo, que satisfacían mi cuerpo, y ver una y otra vez la carrera de cuádrigas de Ben-Hur que llenaban mi espíritu y me hacía soñar en llegar a ser piloto de carreras…
Un día, al comienzo del verano, mis padres me dejaron con unos amigos en Pastrana, un pequeño pueblo de la provincia de Guadalajara y sede por un tiempo de la princesa de Éboli, para disfrutar de unas vacaciones que llenaran mis pulmones de aire puro.
Al principio me pareció que aquel lugar tan diferente a mi barrio de Madrid me resultaría aburrido, pero sucedió todo lo contrario: descubrí el mundo de las huertas y el encanto del sabor de los tomates recién cogidos de la mata, el hurto de los girasoles, el olor del espliego, la era… Este último lugar fue mi preferido. Allí, arrastrado por un burro, sentado sobre una tabla de trillar junto a un botijo y un cuenco con un mejunje contra insectos, daba vueltas y vueltas machacando las espigas de trigo que, más tarde, se aventarían.
Una mañana, mientras daba aquellas interminables vueltas me quedé dormido y soñé en las carreras de cuádrigas que tanto me apasionaban y supongo que, sin pretenderlo, comencé a jalear al burro creyendo se trataba de los caballos de Charlton Heston. De repente, me desperté sobresaltado, y dolorido fuera de la tabla, mientras el burro me observaba a unos metros de distancia: mis sueños se habían cumplido y conocí mi destino…