El abuelo llevaba mucho tiempo en su observatorio astronómico. Sólo dejaba que subiera yo a llevarle la comida. Sonreía con ojos delirantes que más parecían agujeros negros estelares, chispeantes; miedo me daba acercarme a su campo gravitatorio y perecer bajo su implosión, ser absorbido, desaparecer. El abuelo mascullaba atropellando las palabras, con movimientos enérgicos de todo su cuerpo, lo que desencadenaba serias turbulencias a su alrededor. Repetía una y otra vez que evitaría su atracción y atravesaría un “agujero de gusano”, para salir a otra región del universo, la posibilidad de viajar en el espacio y en el tiempo; por fin, vivir el pasado que se le había arrebatado.
Stephen contempló la carta de su abuela Estrella; el sobre lo encontraron atado con un lazo de su trenza a un meteorito nada común, parte de una especie de estela, que contenía un texto cifrado y un mapa que llevaban años despejando. Observó la pizarra llena de ecuaciones y su mente selectiva captó la solución: “Levanta, abuelo, partimos”, le dijo.
El abuelo apretó la carta entre sus dedos. Simplemente decía: “Querido Diego, estoy en la galaxia de Andrómeda, te envío la forma más segura de llegar. Te añoro, Estrella.”