“Podéis llamarme Ismael” oyó Herman Melville dirigiéndome a los demás arponeros (*). Eligió mi nombre mientras me enrolaba en un ballenero de Nantucket y mi nombre narrará Mooby Dick. Se lo conté a la niña Albertina cuando sobrevivió al naufragio del Titanic, donde yo fui tripulante. Huérfana y emigrante la adopté. Le ofrecí mis ropas aún secas. Al fin y al cabo, era inmune al gélido aire de aquella noche de muerte.
Yo tenía ochenta y cuatro años. Sí, están leyendo bien. Nací en un mes sin Luna llena, febrero de 1828. Un fenómeno que se repite cada diecinueve años y condena a la inmortalidad a los nacidos ese mes.
Sigo joven desde entonces. Inmortal, fuerte. Hermoso y triste. He sobrevivido al terremoto de Zenkoji. Fui ratón de Pasteur cuando su vacuna venció la rabia. A los sesenta y dos años sufrí cautiverio con Oscar Wilde. Posé como un adolescente en Un sueño de Lamos. Tenía setenta años. Amé a jóvenes que envejecieron y murieron entre mis brazos, como nuestros descendientes que siempre nacían en primavera.
La maldición sólo será conjurada cuando un familiar directo nazca en otro febrero sin plenilunio. En mi vive la memoria de muchos, mientras el recuerdo de quienes me conocieron desaparece con ellos, como Albertina que dejó de cultivas rosas a los cien años. Sin embargo, mi resignación se rebela contra cada extinción de plantas y animales. Si anhelo morir al fin es para no vagar como el último ser humano en una Tierra inhóspita.