James emprendió su viaje, un viaje para el que se había estado preparando durante 10 largos años. Equipado con la más puntera y compleja tecnología sabía que tendría el reto de superar a su antecesor, Edwin. En la soledad de aquella inmensidad que era el espacio, a un millón y medio de kilómetros de la tierra, James comenzó su meticulosa observación y recopilación de datos. Su objetivo principal era explorar los confines del universo. Edwin ya había descubierto parte de ese universo: acantilados cósmicos, nacimiento de estrellas, galaxias interaccionando entre ellas... Pero él estaba cualificado para sumergirse aún más en la profundidad del espacio. Esperaba encontrar los elementos que crean la vida.
Y su estreno no pudo ser más productivo. Obtuvo la imagen más profunda conocida del cosmos. La euforia cuando la recibieron en la tierra fue máxima.
James estaba cumpliendo los objetivos. Realizaba su meticulosa tarea de la manera más técnica y profesional posible. Descubrió un exoplaneta en el que la evidencia de agua fue también celebrada con regocijo. Su estructura soportaba, sin ningún problema, las gélidas temperaturas y todo funcionaba a la perfección.
De pronto apareció ante él una imagen que hizo que su complejo y peculiar conjunto de espejos para captar la luz infrarroja se desplegara como la cola de un pavo real cuando pretende mostrar todo su esplendor.
James recibió toda aquella luz que desprendía aquella enana blanca que había viajado nada menos que 2000 años luz para seducirle. No importaba que él fuera un satélite y ella una estrella moribunda. Sabía que nada de lo que pudiera descubrir superaría la magia de aquel instante.
Quizás algún ingeniero en la NASA no pudo evitar pensar al ver aquella maravilla que, tal vez, tan solo seamos polvo de estrellas y luz hace millones de años extinguida.