Ese año, al empezar el cole, encontramos en el patio un pequeño estanque con pececitos de colores. En el recreo íbamos a verlos y les echábamos el pan del bocata. Nos preguntábamos cómo podían vivir en un sitio tan pequeño viniendo del océano pero sor Carmen, la profe de Naturales, nos explicó que eran peces de río, que su existencia era tan anodina como breve y que no nos encariñásemos porque no iban a durar mucho.
En noviembre, ya eran adultos; en Navidad, había pequeñitos que, al poco tiempo, crecieron más; en Semana Santa los pequeños desaparecieron y los grandes eran enormes; en abril, quedaban tres, tan grandes, que apenas cabían en el estanque; en mayo, reptaban por el patio buscando restos en las papeleras. Entonces nos percatamos de que los gatos habían desaparecido.
Nadie atendía, ni estudiaba, estábamos obsesionadas y no podíamos dejar de vigilarlos.
Al poco tiempo, vinieron unos señores con jaulas. Había sido un tremendo error, dijeron, no eran carpas sino una especie de pez-cocodrilo del Nilo muy voraz que, en su fase alevín, parecían carpas. Al despedirse nos desearon suerte en los exámenes finales.
Fue entonces cuando nos pusimos a llorar desconsoladamente.