Solía decir que sus ojos eran mares donde no temía ahogarse. Lucas no sabía nadar y nunca aprendió, así que aquella declaración era importante. Puestos a aprender, mejor a volar ya que le gustaban más los pájaros que los peces. “Los campos de girasoles se vuelven para mirarte”, decía también con frecuencia. Y como los ojos que le oían murmurar esas palabras brillaban y en la cara se dibujaba una sonrisa de gratitud, Lucas estrujaba su memoria y la fantasía para seguir alegrando los días de su compañera.
Si no recordaba o inventaba, acudía a una vieja libreta de guata, único regalo que recordaba de su padre, donde estaban a buen recaudo aquellas frases y muchas más. Su verborrea había seducido a alguna mujer pero a él le atrapó primero el alcohol y luego la pobreza.
Un día, un desconocido o quizás una desconocida, dejó entre sus cartones y mantas un revoltijo pequeño de carne. El cachorro, helado de frio y hambriento, tenía ojos de espanto y Lucas, enternecido, se las ingenió para darle biberones de leche mientras le leía frases de aquella libreta.
El milagro sucedió un día de San Valentín y por esa razón, y siendo perrita, la llamó Valentina.