Siempre pasaba unos días en aquel pueblo de Portugal cerca de ninguna parte, Comareira, a los pies del monte Grosso.
Este año, las aguas de los riachuelos rugen y bajan bravas por donde en el verano no queda más que un lecho seco, que recuerda las gotas de lluvia corriendo, hasta inundarlo todo. Adalberto grabó el paisaje con el móvil.
Al revisar las grabaciones, aparecían unas gruesas gotas de agua casi apunto de ser hielo, suspendidas en las hojas de un Tejo. Aplicó el zoom en una de ellas y aparecía la figura de una mujer. Una mujer que jugaba al escondite entre las Jaras en flor, sonreía a alguien, a quien ofrecía su mano en el siguiente plano. Después un hombre, cogía la mano de ella, sus miradas en el otro, poco a poco hasta juntar sus bocas.
Dio al pause, la reproducción se congeló; pero en la gota ampliada la mujer de pelo rubio peinada a lo garson jugaba al escondite entre los arboles con un hombre. Un beso al cobijo de robles centenarios, sonríen, ella le susurra al oido que le haga el amor. En segundos yacen medio desnudos en la hierba. Ella le muerde el labio como si fuese un bizcocho de limón y marca sus uñas en el costado de El, cuando entra en ella dulcemente, con el deseo desbocado en cada poro de la piel.
Una lágrima resbala por la mejilla de Adalberto. Mira por la ventana. En las laderas del monte Grosso aparece un manto blanco.
Vuelve al portátil, pulsa play, las hojas de Tejo se mueven; pero no está Renata caminando desnuda hacia la cocina, ni el hombre; El mismo desnudo, veinte y dos años atrás.
En la imagen, las gotas de lluvia son copos de nieve suaves, ligeros, perennes; recuerdos.