De pequeña admiraba a Conan y a Tarzán. Con su enorme musculatura y exigua vestimenta imponían el orden allá donde estuvieran. En cuanto divisaban al enemigo, iniciaban su lucha con tesón y valentía. Nunca dudaban, jamás flaqueaba su ánimo. Tarzán, además, vivía solo, sin colegio, sin monjas, sin hermanos peleones… Esa era, para mí, la vida perfecta.
Yo anhelaba ser así, no tener un novio como ellos. Quería sentir su vida, su determinación, su aplomo… Pero cuanto más leía o más películas veía, más sufría por nuestras diferencias: yo era una llorica, me enfadaba, cometía más estupideces que aciertos.
Hasta que, un día, leí la Odisea, de Homero. Odiseo, el astuto héroe de Troya, volvió de la guerra con el único deseo de vivir una vida sencilla, y lloraba contando sus hazañas, las desventuras de sus guerreros, el miedo por las calamidades padecidas. También lloró de felicidad cuando se reencontró con Penélope.
Su humanidad me conmovió hasta tal punto que me llevó a pensar que, más que la identificación con héroes planos, mi tarea debería basarse en buscar mi propia humanidad, mi esencia, pulir mi insensatez, ganarme mi propia admiración, reconocimiento y respeto.
También decidí estudiar Filosofía. Pero esa es otra historia.