Los arces se resisten a llorar sus lágrimas ocres y el hombre cree que la hierba se yergue queriendo que caigan al fin, cubriéndola.
Le gustaría que los ojos de ella fueran esas hojas que se resisten a desplomarse. Sus abrazos serían la alfombra que espera la hierba y al estrecharla fingiría que es el árbol y el mismo tapiz rojizo. Cric, cric, cric como le hablaba el bosque del otoño allá en la infancia.
Pero ella ya ni siquiera sonríe, la enfermedad avanza. Si acaso se le enfrenta una leve ternura cuando su hijo llora y la madre le dice al desconocido, “no llores, los hombres no lloran”.
Soy tu niño, le dice él. Pero ni de eso se acuerda hasta que el hombre la acurruca sobre su pecho y la anciana oye el latido y pronuncia su nombre. Los arces, de momento, no llorarán.