Era diciembre y tan solo tenía 20 años. Surcaba las aguas del Mar del Norte con un frío que calaba los huesos. El cocinero, un asturiano ingenioso, nos había convencido de comprar un pavo unos meses antes para engordarlo a bordo, y así, según él, nos asegurábamos la cena de Noche Buena.
Cada mañana, antes de comenzar mi guardia en el puente de un barco portacontenedor, visitaba a Pancho y le proporcionaba un desayuno variado en la jaula que le habíamos construido a bordo.
Poco a poco fue engordando y a la vez le fui cogiendo cariño, hasta el punto que, empecé a sentirme culpable e hipócrita cuando pensaba en su triste destino. Él me miraba con ojos tiernos y me saludaba con unos graznidos que parecían gritos de agradecimiento.
Llegó el día de su previsto sacrificio, pero nadie quiso formar parte del grupo de ejecución, salvo el cocinero. Intentamos negociar con Eusebio para que indultase al ave, pero este se negó en redondo. Le ofrecimos a cambio de su renuncia a cenar sardinas en lata con tal de que Pancho siguiera vivo.
A la hora de cena, al entrar en el comedor, sentí un escalofrío al ver encima de la mesa a mi pobre Pancho, desnudo, rodeado de patatas cocidas y humeante. A la mayoría de nosotros se nos quitaron las ganas de cenar. De repente, una ola debió chocar con el costado de estribor del barco haciendo que la nave se escorase y, Pancho, o su espíritu, salió volando hasta salir a la cubierta de babor. Allí otra ola terminó por arrojarlo a la mar donde acabó siendo, posiblemente, el plato estrella para los peces.
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ResponderEliminarMuy buena tu historia Antonio. Recreas muy bien ese ambiente de un barco donde los marineros pasan meses y anhelan una buena comida. Y como describes la escena del pavo reinando la mesa y esos marineros perdiendo el apetito por empatía. Y tú final genuinamente marinero con esa ola arrebatando al pavo y regalándoselo al mar. ¡Gracias por tu historia!
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