Las noches de agosto abren las ventanas y mecen las figuras
que cuelgan de un techo azul adornado de planetas y estrellas. En el
Finisterre, el dibujo de una cascada que
sobrevuelan dos libélulas y un duendecillo astronauta. Los trazos del agua se
agolpan en una fuente de sordos murmullos, proceden de un móvil que ronronea
como una aspiradora. Descubrieron que algunos bebés se relajan escuchando
sonidos semejantes. Al Este aparece un carro que arrastran dos osos polares y
entre ellos el hada del invierno. Mamá sobre sus ojos, el Norte. La pequeña es
el Sur.
Son trazos simples, pegatinas chicas y juegos de colores que
asombran a la pequeña. Sus ojos viajan
en ese carro de nube o saltan al lomo de los osos blancos. Nadie recuerda quién
propuso o guardó en aquel techo estrellado dos
animales nobles, suficientes para la alegría de la niña cuyos
deditos escarban el aire.
Hace apenas un mes que se produjo la buena nueva, cuando el
mundo se ha dado otra esperanza. Y mamá, descansada, contempla su sueño
cumplido mientras la noche caliente acaricia el sueño de la niña.
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