Cada mañana al despertar la vida me sonreía, con solo abrir los ojos mi cuerpo se llenaba de felicidad, era tal la belleza que se veía por los grandes ventanales que no apetecía hacer nada, solo contemplar cada una de las esferas que pasaban dando vueltas alrededor nuestro. Lo único malo era no poder acercarse a todas ellas para verlas más de cerca.
La primera en aparecer era una esfera muy grande, gaseosa y rodeada de nubes que al moverse se juntaban y se veían figuras según la imaginación del momento: aves volando, caballos, arboles, caras sonriendo. Después llegó otra maravillosa rodeada por unos anillos que al girar brillaban más y más. La siguiente fue una bola rojiza y así pasaban todas hasta que llegaba la más bella, llena de colores azules y verdes. Los azules eran agua y estaba rodeada casi por toda su superficie y los verdes eran zonas boscosas. Esta maravilla se llamaba Tierra y permitía acercarte para contemplar toda su belleza, las zonas de agua, los mares, estaban llenos de peces que flotaban o se sumergían, se movían sin parar. Por encima del agua se veían volar maravillosas aves. Si conseguías seguirlas en su vuelo, te llevaban a zonas maravillosas llenas de vegetación: árboles gigantes todos juntos rodeados de vegetación y de miles de animales de diferentes especies.
Tuve la suerte de disfrutar de todo esto durante mucho tiempo, navegaba por el espacio y contemplaba las maravillas de nuestro sistema solar.
Un día me sobresaltó un ruido, alguien entró, mi madre y de pronto vi que estaba en mi dormitorio, en la cama, recién despertada y al mirar por la ventana y ver los árboles del jardín, me di cuenta de lo bonitos que pueden llegar a ser los sueños, sobre todo los que deseamos tener que siempre vienen a acompañarnos durante toda la noche.
Bonito relato, Marisa. Tienes razón: soñar es otra forma de vivir y de sentir la vida. Afortunadamente, no hace falta que se haga de noche para soñar. Sólo hay que cerrar los ojos. Un abrazo.
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