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martes, 23 de julio de 2024

03. Los veranos de mi pueblo. Epífisis. Parte 1 de 4

En Extremadura, en agosto, atravesar cualquier plaza para ir al colmado a por el sifón, solo es posible si uno es niño, porque hasta los pajarillos caen redondos. Además, se da la circunstancia, de que ese niño tiene que ser el pringao de la familia.


El calor es seco, asfixiante y hace boquear, la cabeza se calienta, la ropa ni se moja de sudor y los pies se pegan a la zapatilla y al cemento. Llegas al colmado y lo primero que ves en el suelo es el barrilito de arenques secos colocados helicoidalmente. Penetras por la cortina de múltiples cordones, con cilindros verdes de madera que producen ruido, que, si no fuera por el tendero, estarías media tarde haciendo música.


En el techo colgando, tiras de un papel enrollado pegajoso llenos de moscas y en el mostrador, platillos como con azúcar llenos de lo mismo. Ya no hay moscas como las de antes, eran inteligentes, pertinaces, vamos, cojoneras. Por eso en las mejores mesas camillas, no faltaba el matamoscas o el fu-fri  como llamábamos al DDT.


En el mostrador, el surtidor de aceite que, si tenías la suerte de verlo funcionar, era una maravilla, subiendo y bajando los émbolos.


El suelo lleno de sacos con el embozo vuelto enseñando garbanzos, judías, arroz, lentejas, harina etc. etc. 


Entregabas el sifón vacío al orondo y sudoroso tendero y él te daba otro de la fábrica Loreto de Talavera de la Reina, que sacaba de una caja que tenía al fondo tras una tela de saco como cortina.


El colmado era como un castillo por descubrir, debía de tener muchos secretos y tesoros, sin hablar de los dulces y caramelos que se veían a simple vista.


En el pueblo los niños no llevábamos dinero nunca, todo se apuntaba, ya vendrá mi madre, al final de la semana vendrá mi padre. Así era imposible sisar, dependíamos de la generosidad del tendero, que era poca.


Costaba salir otra vez a la carretera, pues la Nacional V atravesaba el pueblo y el asfalto se reblandecía, olía como a brea, como si lo acabaran de poner. A veces cuando el calor era infernal, te echabas un trago a presión y otro por la cabeza, y cuando entrabas en casa lo dejabas corriendo en la fresquera y te ibas al patio.


Se comía en la cocina, porque era el sitio más fresco de la casa de muros de adobe y a la entrada, en una cantarera teníamos una tinaja de agua, tapada con una madera y encima un cacillo desportillado de uso común y estaba siempre fría.


Éramos cinco hermanos y nos daban nuestros padres una peseta por el domingo y con ese dineral, pocas cosas se podían comprar, el chicle Bazooka ya costaba dos reales y un cubilete de pipas otros dos, por eso poníamos a secar las pepitas del melón y de la sandía al sol y cuando podíamos también las de la calabaza. Entonces con los dos reales o te tomabas una leche merengada o un polo, que era completamente artesanal.


El pipero rascaba con una rasqueta con forma de cajón alargado un bloque de hielo y cuando le daba forma y le ponía un palo preguntaba si lo querías de fresa o de menta y entonces de unas botellas esparcía el líquido por la superficie.


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