Amanecía junio, pronto sería tarde, así que la operación de ayuda se puso en marcha. Vicente madrugó porque aquella misión despreciaba a los perezosos. El mar madrugaba también retirándose al otro lado del mundo, desnudando los pedreros del este. Allí comía su legión de voluntarios, cuyas cabezas aun lucían un tocado primaveral color chocolate. Contó más de cien, suficientes en un primer desembarco en las tierras vaciadas de agua y niños.
Se dirigió a Margot, la veterana, y le preguntó si estaban preparados. Batió sus alas y emprendió vuelo. Raúl, el más joven, la siguió y luego los demás, formando una nube de esperanza.
Hubo un tiempo en que el navegante, al ver gaviotas, sabía que muy pronto habría de gritar, ¡tierra a la vista! Ahora, cuando las pocas mujeres y hombres que jadean en las tierras trémulas y vacías de agua, vean llegar a Margot y sus compañeras, Vicente confiaba en un grito de !mar a la vista!
Tal vez esas personas lloren de alegría. Quizás les emocione su perplejidad y hasta haya nubes cargadas de esperanza tras las aves con boina.
¿Acaso no llovieron
ranas? Pues ahora, pensó Vicente, si una paloma dibujó la paz, aves marinas
saciarán la sed de los desiertos en que se andan convirtiendo muchas almas
castellanas.