Papá siempre les hablaba para despertar su curiosidad. Les dijo que cada uno era un mundo formado originariamente dentro de otro mundo. Y le buscaban las cosquillas en el cuello, al norte, y en el sur de las plantas de los pies. O al este y al oeste, entre las costillas. Mamá también se hacía mar y entre los cuatro puntos cardinales bogaba su proa, siempre sonriente y de mejillas encarnadas.
Cuando al abuelo Juan olvidó nombres o leía al revés las agujas del reloj, papá les dijo que un viento terrible le había dado la vuelta a sus pensamientos dejando un revoltijo en el cerebro. Así que, en los días de ventolera, los niños se apresuraban en cerrar bien las ventanas, para evitarle las corrientes; lo abrigaban porque el frío también es un mal aire y le calaban la boina que unos amigos le regalaron en Toulouse.
Pero con la brisa cálida y suave, los nietos se apresuraban a poner a su abuelo bien de cara, ya que así recolocaría el desorden cerebral y las fechas volverían al calendario debido y los lugares a la geografía adecuada.
Y a veces el abuelo Juan decía correctamente al menos uno de sus nombres y todos los hermanos lo celebraban como si fuera su propio nombre. Era el milagro de abril.