Abro la tapa y los jugos gástricos se disparan. Tengo una cierta sensación de culpabilidad, pero la venzo fácilmente y, sin pensarlo más, inclino el bote sobre mi boca y noto como se derrama en mi lengua el preciado y denso líquido lechoso.
Como si de ciencia ficción se tratara, me transporto a otra estancia conocida para mí. Allí está el armario blanco con puertas azul claro en cuyo interior está el genuino bote con las dos aberturas, una a cada extremo y del que sorbía, furtivamente, la leche condensada.
Veo, transmitiendo desde mis recuerdos, a mi abuela con su su moño canoso, que tantas veces peine y enrollé en su nuca. A mi abuelo, sentado, con el parche en el ojo, la boina y su pierna rígida sobresaliendo de las faldetas.
Encima de la mesa su rudimentario cuaderno, hecho de hojas de calendario de años pasados y con tapas de skai cosido con cordón fino conformando una especie de diario, en él escribía desde fechas importantes chascarrillos, y reflexiones políticas y sociales.
Mientras sigo aún saboreando ese dulzor característico pienso que nada como los sentidos para viajar a cualquier sitio en el que experimentamos felicidad.
Como soy mayor recuerdo que en algunas excursiones algún compañero, no mas rico que los demás llevaba un tubo de leche condensada y no daba a nadie. Solían ser hijos únicos.
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