Me obcecaba en arrastrar hasta el hormiguero las pipas saladas caídas bajo el banco del parque donde se sentaban las madres a vigilar el juego de sus hijos al salir del colegio. Al menos, diez veces más que yo pesaba aquella valiosa mercancía, pero siempre conseguía recorrer el metro de camino arduo y transitado en ambas direcciones, de ida y de venida, por mis convecinas.
En
ocasiones, tenía que sobreponerme a un enterramiento desafortunado debido a un
sunami de arena empujada por la carrera o la caída de uno de esos niños que no
paran quietos y que son ajenos al trabajo incesante para la supervivencia.
Hubo
compañeras que perecieron a medio camino cuando la planta de un pie calzado con
botín del 38 de una de aquellas madres cotorras comepipas, se convertía en una
apisonadora implacable. Nuestro cometido no cesaba y seguíamos transitando el
camino como en una carrera de saltos donde los obstáculos eran nuestras propias
amigas fallecidas.
Que
conste que nunca nos quejábamos. ¿De qué hubiera servido. Sabíamos que éramos difíciles
de ver, cuanto más de escuchar. Aún así lo intentamos. Nada, siglos ha y seguimos
siendo invisibles.
Penúltimo
intento:
¡Atención
gentes menudas y gigantes! No piseis las pipas. Nunca se sabe quién va debajo.
Sí, señora. Esos hercúleos insectos mil veces más fuertes y eficaces que cualquier otro, abnegadas en su tarea y que nosotros alimentamos y pisamos sin darnos cuenta. ¡Excelente homenaje, Carmen!
ResponderEliminarCarmen, en esta ocasión, sí las acabo de escuchar pero, la verdad, que no pongo la mano en el fuego porque no me quede ya nunca más alguna debajo de mi botín del 39. Espero que, al menos, entiendan que no había mala intención y no me llamen cotorra comepipas...
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