Cuando era pequeña pensaba que, mientras yo
dormía, las montañas viajaban muy lejos. Por el día las veía quietas,
vigilantes, sujetando las borrascas que venían del Atlántico. Por la noche me
las imaginaba levantándose sus faldones para correr a zambullirse en el mar para
comprobar cómo se vive bajo un cielo de agua; y a las montañas marinas las
imaginaba saliendo del océano a grandes zancadas a tumbarse a la luz del sol en
una playa desierta de las antípodas.
Muchos años después, me hice geóloga y confirmé
lo rápido y lejos que viajan las montañas. Depositan en las corrientes, de aire
o agua, granitos de arena para que formen remolinos viajeros que giran y giran
sin cesar mientras visitan volcanes submarinos, cordilleras congeladas o áridos
desiertos. Años más tarde, los vendavales las devuelven al mismo lugar y comienzan en las cumbres el lento relato de su periplo. Yo los llamo telegramas
de arena.
A veces me pregunto si la erupción de un volcán es un telegrama urgente lanzado a otro planeta.
A partir de ahora, cuando vea las nubes de polvo que vienen del Sahara, en vez de molestarme porque lo ensucian todo, pensaré que son telegramas de arena. Un placer leerte, como siempre!
ResponderEliminarGracias Rosa por recordarme que estamos en un planeta vivo, y que el aire que respiramos es compartido. Un saludo
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