Hermenegildo charlaba con un olivo mientras esperaba a
los huéspedes de una isla desierta, cuando un sujeto que dijo llamarse Baloo,
preguntó por el niño Mowgli. Hermenegildo fue tajante asegurando que aún no había
venido, y le aconsejó que buscase en el país del millón de elefantes. Él pagaría la expedición regalándole
un libro de Kipling. Como le pareció que el olivo estaba perplejo, le murmuro
que la lectura es el viaje de quien no puede pagarse el tren.
Baloo quiso sentarse al lado de Hermenegildo que le
advirtió que reservaba el asiento a Robinson Crusoe. Al otro lado se sentaría
Viernes. Ya es hora de que hagan las paces, le dijo. Baloo entonces se dejó
caer pesadamente ante él y tanta pena sintió Hermenegildo que le acarició la
cabezota para infundirle ánimo.
Comenzó a llover y apareció un grillo con chistera y paraguas preguntando si habían visto a Pinocho. Entonces Hermenegildo protestó con que era muy triste vivir en un lugar que extravía a sus niños.
El celador, muy bajito, abrió el
paraguas y se llevó a Hermenegildo y su amigo. La penuria de los ancianos asustó
al geriatra, un barbudo de origen inglés, que ordenó a un sanitario, oscuro
como el azabache y siempre en disputa con él, que subiera la Quetiapina. Mejor
que durmieran más, dijo, no fuera a ser que apareciera Mooby Dick en el pequeño
estanque del parque y se los zampara a todos.
Muy bueno, Julián. Toda la razón, es muy triste un lugar que extravía a sus niños con más Queatipina
ResponderEliminarMe ha encantado tu revolución de cuentos iluminando el ambiente dei geriátrico.
ResponderEliminarUn poco de locura por favor... que si no este mundo es muy aburrido. Muy divertido tu relato Julián, enhorabuena.
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