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lunes, 23 de diciembre de 2019

04. Forjar la felicidad. Rosa Molina



Todo empezó hace muchos, muchos años, cuando a una pequeña aldeíta gallega de pescadores, llegó un forastero y abrió una pequeña herrería. Era un muchacho silencioso, alegre y tan trabajador que nunca, nunca, descansaba. Pasaba las horas feliz, con el martillo y la fragua, clavando, derritiendo, moldeando el hierro, con tal arte, que parecía plastilina. De todos lados venía gente a hacerle encargos y se quedaban perplejos y maravillados de su pericia. Forjó arados, verjas, aperos y las campanas de todas las iglesias de la comarca. Su repiqueteo era tan melodioso que hasta parecían brillar más los maíces, mugir más felices las vacas.  
Hasta que, una noche, desapareció.

Entre el gentío que se formó en su puerta corrieron todo tipo de rumores: que si era cosa de trasnos, de meigas, que si fue la santa compaña errante del bosque. 

Pero nadie sabe lo que nunca nadie contó: que una noche, entre sueños, el joven herrero escuchó una dulce voz y que, aunque el viento aullaba furiosamente y las olas  abrían sus bocas hambrientas, la siguió hasta la playa. Que allí encontró a su esposa, una joven y hermosa sirena, y que charlaron hasta que ella le convenció para que volviera al mar, porque ya le echaba mucho de menos. Él le habló, fascinado, del fuego de su fragua, de la plasticidad del hierro, de la convincente sabiduría del martillo. Y con la promesa de dejarle volver a ser hombre, por un tiempo, para sentir la felicidad de ser herrero, ella cogió su mano y él se dejó llevar. 

Años más tarde, un joven, con una pericia extraordinaria, abrió la herrería de una aldeíta gallega.

1 comentario:

  1. Seguro que es un gustazo tomarse las uvas al son de una de esas campanas. Muy bonito, Rosa

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