Todo
empezó hace muchos, muchos años, cuando a una pequeña aldeíta gallega de
pescadores, llegó un forastero y abrió una pequeña herrería. Era un muchacho
silencioso, alegre y tan trabajador que nunca, nunca, descansaba. Pasaba las
horas feliz, con el martillo y la fragua, clavando, derritiendo, moldeando el
hierro, con tal arte, que parecía plastilina. De todos lados venía gente a
hacerle encargos y se quedaban perplejos y maravillados de su pericia. Forjó
arados, verjas, aperos y las campanas de todas las iglesias de la comarca. Su repiqueteo
era tan melodioso que hasta parecían brillar más los maíces, mugir más felices
las vacas.
Hasta
que, una noche, desapareció.
Entre
el gentío que se formó en su puerta corrieron todo tipo de rumores: que si era cosa
de trasnos, de meigas, que si fue la santa compaña errante del bosque.
Pero
nadie sabe lo que nunca nadie contó: que una noche, entre sueños, el joven
herrero escuchó una dulce voz y que, aunque el viento aullaba furiosamente y
las olas abrían sus bocas hambrientas,
la siguió hasta la playa. Que allí encontró a su esposa, una joven y hermosa
sirena, y que charlaron hasta que ella le convenció para que volviera al mar,
porque ya le echaba mucho de menos. Él le habló, fascinado, del fuego de su
fragua, de la plasticidad del hierro, de la convincente sabiduría del martillo.
Y con la promesa de dejarle volver a ser hombre, por un tiempo, para sentir la
felicidad de ser herrero, ella cogió su mano y él se dejó llevar.
Años
más tarde, un joven, con una pericia extraordinaria, abrió la herrería de una aldeíta
gallega.
Seguro que es un gustazo tomarse las uvas al son de una de esas campanas. Muy bonito, Rosa
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