Sé que llego tarde querida señora. Es lo que tiene pararse en el escaparate de los propios sueños y olvidarse de los demás. Olvidar que el tiempo transcurre, que no dijimos lo que debimos decir. Yo frecuentaba su mostrador, ¿recuerda?, y le pedía amablemente si pudiera localizar aquella novela que en su paraíso de Borges no encontraba. Usted, siempre amable, con una sonrisa marina y con cabellos de espuma oscura, sugerentes y evocadores, respondía “¡descuide!, si está en nuestra red de bibliotecas la encontraré”. Y así, reanudábamos una charla que ya no estoy seguro de recordar cuando empezó. Como tampoco recuerdo en qué momento mis peticiones ya no tenían tanto que ver con los libros de préstamo y sí con sus ojos, espejos de mi alma, con su voz, inteligente y sosegada. Jean Giono quedaba a un lado, los poetas rusos también, incluso Ángel González, y Lorca que un día nos preguntamos si podríamos buscar juntos. Pero no fue así. Ni siquiera una sola vez, hablando con usted empleé la palabra Amor aunque la camuflara con cientos. Sirva esta carta que olvido entre las páginas del hombre que plantaba árboles. Mi calendario concluye y debo abandonar esta patria de papel. Si volviera ojalá sea en la forma de su verso preferido. ¿Recuerda, aquel de Antonio Machado?
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