Antes, en el pueblo donde vivimos, nos apodaban los “Antonio”, no porque algunos de los miembros de mi familia se llamaran así, sino por la escala que lo fueron formando y me explico: primero están nuestros padres Ana y Nicasio, el primogénito Teófilo, los gemelos Oscar y Nico (abreviación de Nicomedes) y finalmente el pequeño Octavio. De esta manera tan natural nuestro alias tuvo su lógica y, además, nos encantaba explicarlo a cualquiera que lo preguntase.
Pasaron los años y mis padres inesperadamente nos anunciaron la llegada de otro hermano, que fui yo.
Al parecer hubo reunión familiar para decidir mi nombre e intentar guardar el apodo por el que éramos conocidos.
Se hicieron muchas propuestas hasta que a Nico se le ocurrió la idea de que fuera bautizado como Nino y que en la escala familiar hubiera un cambio con Octavio. Este aceptó a regañadientes, porque argumentaba estaba cansado de ser el pequeño y que si permutaba su nombre con el mío no dejaría ser nunca el que recibiera la ropa usada de los hermanos mayores.
Ahora todo el mundo nos apoda los “Antonino”, y también nos gusta.
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