Me pedís un final distinto de una historia cualquiera.
Imaginar que los treinta y siete elefantes de Aníbal en realidad eran bueyes. El cartaginés intoxicó el agua de sus enemigos con unos pocos frutos amargos de belladona. Víctimas de sus efectos alucinógenos, las legiones romanas confundieron los cabestros con los paquidermos del Atlas, más pequeños que los elefantes de la sabana.
Podría deciros que Pinocho fue un niño absolutamente huérfano. Una noche se durmió hambriento junto a un tejo. Cuando despertó, tenía al fin un padre, fuerte y grande como un árbol.
Pero os hablaré de Antonio Machado cuando se dirigía moribundo al destierro y en una cuneta perdió su ligero equipaje. Un niño, preocupado por no extraviar dibujos y palabras que atesoraba en su ropa, vio como al abrirse la maleta salieron volando palomas blancas que probablemente querían alcanzar otras cunetas donde esperan desde entonces tantos muertos. Conmovido por la soledad del anciano, corrió tras el sueño, empeñado en devolverlo a esa pequeña comitiva de seres del sur. Pero sólo pudo alcanzar al poeta y deslizar un papel en un bolsillo de su triste abrigo. Mi abuelo me lo contó así muchas veces, y se murió recitando, como poeta que era, “estos días azules y este sol de la infancia'.
No uno, sino tres finales distintos y poéticos de la historia nos has dado Julián. Gracias por tu relato.
ResponderEliminarSe me han puesto los pelos de punta con tu relato tan tierno como terrible. Un placer leerte!
ResponderEliminarTres historias, tres leyendas. Seguro que Pinocho se abrazó al tejo y leyó sus hojas y aprendió que la madera crece siglos, alargando su sombra y que sus raíces palpan el calor del centro de la Tierra. Jo, no he podido evitar dejarme llevar. Qué maravilloso relato.
ResponderEliminarGracias por vuestras palabras. Las considero hogares de las mías. Gracias
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