Huyo. La carrera y el miedo entremezclan sus sudores. No miro atrás para no ver sus ojos de niño taladrándome, mientras me apunta con el fusil.
De repente, mi padre me aparta. Caminamos de la mano, de nuestras manos negras. Intuyo dónde vamos, no es la primera vez. Hace tres días cocimos los últimos puñados de arroz y los hoteles de la costa están llenos de turistas blancos que, gustosos, me entregarán una moneda por dejarme hacer.
Cambia la escena. Me veo arrastrando los pies entre una interminable fila de personas. Ahora soy yo la que da la mano a mi hijo, callada, pensativa, todo se quedó atrás; no sé cuánto andaremos, ni cuándo comeremos.
Al girar, tras la curva del camino, aparezco en mi casa. Un hombre enfadado me chilla y me insulta. Me resulta familiar, pero no le reconozco. Me zarandea y me empuja. El miedo me congela. Al agarrarme del cuello caigo en la cuenta, es el padre de mis hijos. Al ritmo que la ira enrojece su cara, la mía se amorata.
Cuando apenas me entra ya aire en la garganta, me incorporo sobresaltada en mi cama de bien-nacida, estoy empapada. Busco mis gafas de moda, marca “HappyGlass”. Al ponérmelas, respiro aliviada:
- Sólo era una pesadilla. En el siglo XXI no pasan ya estas cosas.
Alicia, qué mal se pasa cuando sientes que te está pasando algo y no sabes si es verdad o no. Las pesadillas se sienten de cabo a rabo, y qué alegría da comprobar que son un mal rato. Oye, quiero unas gafas de esas, no olvides enviármelas, jejeje.
ResponderEliminarUn abrazo, Alicia. Es un placer tenerte por aquí y leerte.
Qué comienzo de siglo más penoso.... Las cosas siguen igual que el siglo anterior ; la realidad supera la ficción...
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