"¡Deja ya de mirarte, vas a borrar tu imagen!", gritaba mamá aporreando la puerta del baño, mientras yo admiraba los rubios muelles de mi nueva permanente. Una mañana su amenaza se cumplió: vi, con horror, que no me reflejaba en ningún espejo. ¿A quién contárselo? Apagué el móvil y me encerré a llorar en mi cuarto. A media noche, una voz se sentó en mi cama y me dijo que, si no podía ver lo de fuera, mirara dentro. ¿Dentro?, dentro no hay nada, exclamé, y me fastidió hablar de mí como de un cuenco vacío. Así que ambas decidimos asir ese vacío por el cuello charlando sobre mil cosas: el núcleo de la belleza, de libros, o las noticias del mundo y su gente.
Poco a poco cambiaron las raíces de mi seguridad. En clase, dejó de importarme el título de Miss Bachiller y defendí con firmeza mi candidatura a delegada; en mis conversaciones sustituí el glamour por el criterio, y exigí respeto donde antes buscaba admiración. Un día un espejo reflejó a mi amiga invisible, segura, confiada. Al reírme me percaté de que era yo y que ella era mi conciencia.
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