Por la manera de mover sus
antenas y agitar el caparazón, deduje que ese insecto estaba dotado de una
sensibilidad musical extraordinaria. Le metí en una cajita, recogí el violín, el sombrero con lo poco que había recaudado y salí del Metro.
Tallé una flauta y un piano a su
medida y durante mil noches escuchamos música clásica para educar su oído.
¿Imaginan cualquier instrumento tocado a seis manos? Los matices floreados, los
sabrosos acordes, las melodías aromáticas que desprendía su música aliñaban
nuestras noches de sesudas discusiones sobre pentagramas encendidos de
virtuosos compositores. ¡Ese insecto sí que conocía las entrañas del mundo! Nos
hicimos inseparables y famosos.
Un día por el desagüe de la pila apareció
otra cucaracha. En cuanto percibí el movimiento acelerado de la tráquea de mi
amigo, deduje que era una hembra, que no se contentó con enamorarle, sorberle
el seso e invitarle a sexo, también le enseñó rap.
Ahora retumban sus ritmos bajo el
plato de ducha, me llama brother y me
suelta manidos discursos en rima sobre la insostenible situación social de su
especie. De nada sirven mis súplicas, ni mis llamamientos a su cordura.
Qué buenos relatos está dando tu vena de entomóloga, Rosa ;)
ResponderEliminarMe encanta la idea de una cucaracha rapera y reivindicativa. ¡Me mondo! Una vez más he disfrutado muchísimo con tu relato. Un beso.
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