Lo recuerdo como si fuera ayer. Había pasado un verano en Inglaterra, tenía 21 años y me enamoré de una chica tan locamente como correspondía a mi edad. Al principio no pretendía que fuera más que ese amor de verano que entiendes no tiene recorrido, pero que tampoco deseas que se acabe.
Embarqué para ganarme la vida y ahorrar, prometiéndola regresaría tan pronto fuera posible: promesas de gente joven que dictaminan los sentimientos del momento sin dejar entrar a la realidad. La llamaba desde cada puerto intentando que la llama del amor no se apagase. Al principio, todo parecía que lo conseguiríamos, pero pocos meses más tarde, recibí una carta donde me anunciaba que esperar era una pérdida en nuestras vidas. Intenté llamarla, pero fue inútil. Reaccioné como un inmaduro y escribí una carta llena de reproches que, afortunadamente, no envié. Hoy cuando ha pasado más de medio siglo, hubiera escrito otra muy diferente, simplemente dándole la gracias por haberme dado la oportunidad de haber conocido el amor.
¡Qué bien hacemos a veces con no echar al buzón las cartas escritas en caliente! ;)
ResponderEliminarEs importante saber leer en el pasado propio para no repetir errores. ¡Lástima que no todo el mundo lo haga! Sabio relato, Antonio.
ResponderEliminarToda una reflexión Antonio. Dejarse llevar no es bueno para nada.
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