Las cosas no solo nos pertenecen. A veces, también, nos definen, o son recuerdos sólidos de algo, de alguien, de momentos inolvidables, y nos da pena tirarlas, porque son esa persona o ese instante único. Cuando alguien se va, sus cosas le llaman a gritos y se empeñan en recordarnos su ausencia, ese hueco que nada ni nadie puede llenar. Pero también contienen momentos felices: ¿no os habéis encontrado un juguete vuestro en un arcón de la casa del pueblo?, ¿o unos calcetines de perlé, de esos que os tejía vuestra abuela? Pues yo me encontré uno mío, rojo, con sus bolitas colgando. A saber dónde estará el otro. Seguro que salió buscando unos pies dignos de él. Recuerdo que uno era más inquieto que el otro. Por si acaso, siempre que paso por un parque infantil miro los pies de las niñas, por si alguna lleva un calcetín rojo porque, según mi abuela, eran mágicos, los había tejido con un hilo, agujas y cariño especiales, y yo lo notaba. Con ellos aprendí a bailar ballet, a montar en bicicleta, a patinar. ¡Cuánta autoestima me dio mi abuela!
¿Dónde estará el otro?
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