¡Juguemos a los nombres!
rogó la niña a su familia y amigos. Aceptaron el reto los más pequeños: sus
hermanos Paco y Gabi y su prima Leonor. Y Omar, hijo del Sáhara y acogido
durante el verano. El divertimento consistía en proponer nombres a lo que
descubrían en algún libro, en la tele o hablaban los adultos. Escritos en un
papelito se introducían en un calcetín, una prenda muy grande ya que protegía
el pie enorme del tío Ezequiel, guarda de los osos en los bosques de Somiedo. Cada
uno debía sacar un papelito, leer el nombre y responder a la pregunta: ¿Qué o
quién se llama así?
María, la niña de la idea, leyó
su nombre. Verdosu. ¡Qué nombre más raro! exclamó pero sonrió ante el guiño
escondido de Omar. ¡Es un gato!, se apresuró a decir. Lo es, respondió veloz el
amigo. Luego, los demás hicieron lo mismo. Y así brotó Moldava que significa
agua salvaje. Y Kenia, la montaña silenciosa y más alta de África tras el
Kilimanjaro. Y Juanita, una jirafa. Y briwat, un dulce marroquí propio de los
banquetes.
El papá de María les
preguntó qué nombre tenía el calcetín donde cabían ríos, montañas, pasteles y
jirafas. Y la niña de la idea respondió sin vacilar: Hogar.
Qué bueno, Julián. Con ese nombre para el calcetín, no podía ser de otra manera, grande y seguro que calentito ;)
ResponderEliminarEs entrañable y cálido tu relato Julián, como el calcetín.
ResponderEliminarUn beso.
Dulce y sensible. Gracias, JUlian!
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