Eran menos, pero mayores y más
brutos. En seguida se hicieron los amos de los coches de choque. Nadie soportaba
sus violentas sacudidas, ni bajar del coche temblando, humillado y con sus risas de fondo.
Pero eran las fiestas del barrio, la única
semana divertida del año y no podíamos consentir que unos macarras nos
espantaran como a moscas. ¿Qué hacer? Pegarnos no era opción, nos
machacarían con soplarnos. Teníamos que ser más listos, pero ¿cómo?
Al día siguiente me fijé que la
atracción se ponía en marcha accionando una palanca. Corrí al taller de mi
padre, cogí una pequeña barra de hierro y la metí, sin que nadie me viera, en
la holgura de la palanca. Cuando ellos montaban, no funcionaba; cuando montábamos
nosotros, sí. Parecía cosa de los dioses. El dueño, extrañado hasta la médula y
harto de rugir y revisar el motor y los cables, acabó por echarles a empujones,
amenazándoles con el puño si volvían por allí, mientras nosotros chocábamos sin
parar muriéndonos de risa.
Al poco rato les vimos en el barco pirata.
Ellos subidos; los demás, abajo. Cogí mi barra de hierro. Me sentí Ulises a las
puertas de Troya.
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