Coincidimos una semana en las vacaciones de julio en el valle del Loira. Cuatrocientos kilómetros por delante. Un grupo desparejado, islas perdidas sin ningún archipiélago que las recoja. Ocho náufragos, ocho almas como estrellas fugaces, sin lugar de destino.
Violeta no paraba de hablar de sus proyectos mientras pedaleábamos paralelos al rio. Iris compartía habitación con ella, era su antagonista: discreta, inteligente, sensible; su voz era como una sabana de terciopelo que cubría el vacío de otras conversaciones. Cuando llegábamos cada día a nuestro destino, Violeta salía desesperada al bar, a tomar un tercio de cerveza sin esperar por nadie; Iris la seguía, como un ángel de la guarda.
Álvaro tenía la espalda rota, con una prominencia en el pecho; como si el corazón se quisiera escapar y una joroba en un lado de la espalda. Siempre llegaba el último, pensábamos que por el cansancio; pero luego supe que era porque iba sintiendo cada pincelada que daban los árboles, las piedras de los castillos, los pájaros y el agua hasta formar un paisaje infinito.
María, Cecilio y Alicia acompañaban en silencio el trascurrir de los días. Había una chica rubia bajita bien proporcionada. Competíamos con el viento en contra y yo la ganaba, a fuerza de reventar mis piernas. Luego me dijo que no competía, que quería ir sola. Sentir que no había nadie más en esos caminos que marcan el destino de cada uno.
Álvaro y yo nos hicimos amigos, como si tuviéramos seis años. Me contó que había perdido a sus padres un mes antes del viaje. Cuando quedamos para comer, nos reímos y bromeamos inventando historias X con la rubia.
Ah… queréis saber el nombre de ella: Soledad.
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