Hace ya muchos años, o quizás no tantos, mis padres se empeñaron, por eso de la salud, que pasara los veranos en un pueblo de Guadalajara, en casa de un familiar.
Al principio la idea de quedarme con desconocidos, en un ambiente tan distinto de mi barrio, me preocupaba.
El primer día de mi llegada me sentí extraño y avergonzado, sin apenas poder pronunciar palabra. Mis familiares “lejanos” resultaron ser dos personas cariñosas que me acogieron con alegría, aunque su hijo, Juanito, que era de mi edad, me hizo una radiografía corporal con gestos indefinidos, tan pronto me vio aparecer por el umbral de la casa.
Cuando Juanito me presentó a sus amigos, estos me observaron con curiosidad, supongo por mi refinado lenguaje, como habitante del lejano planeta Madrid.
No obstante, fue comenzar a dar patadas a una pelota hecha de trapo, a la cual perseguíamos como posesos, cuando cualquier barrera cultural o de otra índole desapareció.
Hoy todavía recuerdo, con cierta nostalgia, los juegos en la era, los pequeños robos de fruta en las huertas y el levantar las faldas a las chicas y salir corriendo, sin saber, el porqué.
Bueno, os dejo que tengo que jugar a la Play con mi nieto y todavía no le he cogido el truco.
Que lindo y jugoso.
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