Este mes toca tirar,
dar o recibir besos, de cualquier tipo: de Judas (beso de afecto que encubre
traición); de paz (beso que se da en muestra de cariño y amistad); beso negro
(práctica de estimulación sexual que consiste en besar el ano); volado (el que
se da a distancia, con el gesto de los labios y un ademán de la mano); o podemos
comernos a besos a
alguien (besarlo con repetición y vehemencia). Cada uno elige y da el
que más le apetece.
La mayoría de las
películas finalizan con el beso de amor, ese que, se supone, inicia una nueva
vida que promete dicha y felicidad a raudales. No como lo que le pasó a
Cenicienta en este microrrelato del maestro José María Merino:
Ni
colorín ni colorado
Cenicienta, que no era
rencorosa, perdonó a la madrastra y a sus dos hijas y comenzó a recibirlas en
Palacio. Las jóvenes no eran demasiado agraciadas, pero empezaron a tener mucha
familiaridad con el príncipe y pronto los tres se hacían bromas, jugueteaban. A
partir de unos días de verano especialmente favorables al marasmo, ambas
hermanas tenían con el príncipe una intimidad que despertaba murmuraciones
entre la servidumbre. El otoño siguiente, la madrastra y sus hijas ya se habían
instalado en Palacio. La madrastra acabó ejerciendo una dirección despótica de
los asuntos domésticos. Tres años más tarde, la princesa Cenicienta hizo
público su malestar y su propósito de divorciarse, lo que acarreó graves
consecuencias políticas. Cuando le cortaron la cabeza al príncipe, Cenicienta
hacía ya tiempo que vivía con su madrina, retirada en el País de las
Maravillas.
(Fuente: “La glorieta
de los fugitivos”. Ed. Páginas de Espuma)
Entiendo perfectamente este desarrollo del cuento, porque Cenicienta siempre me pareció una cursi con sus zapatitos de cristal, que de hecho no lo eran sino que fue una mala traducción del cuento original. Las hermanastras supieron darle al príncipe pasión y emoción en su vida, y eso no lo da solo una cara bonita. Lo duro es terminar sus días con la madrastra...
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