Poco después de que el AVE saliera puntual de la estación de Córdoba
hacia Madrid, Ana, una elegante señora cercana a los ochenta, se sentó
frente a nosotros cargada de maletas, sorprendida que su reserva
estuviera ocupada; los asientos libres solucionaron el problema hasta
que, al pasar por Ciudad Real, el tren continuó sin detenerse. Fue
entonces cuando la mujer se dio cuenta del error, sintiéndose desolada:
sus hijos la esperaban en la estación manchega.
Siempre había viajado
con su marido hasta hacía tres meses y recordaba que, antes, la gente se
bajaba del tren y tomaba otro vagón del mismo convoy para trasbordar.
El moderno móvil que le acababan de comprar sus hijos tampoco le
ayudaba, empeñada en apretar el botón verde de llamadas sin deslizarlo.
El revisor le indicó que al llegar a Madrid debía hacer un número de
“complicadas” diligencias. La acompañamos de un lado para otro
explicando el suceso a gentes de uniforme desganados hasta,
finalmente, dejarla en el tren. Nos dio un beso de agradecimiento y
dijo que todo había cambiado, salvo los ángeles de la guarda: mi
agnosticismo hizo un guiño y besé a mi mujer.
Hasta el agnosticismo se expresa muy bien en un beso, Antonio.
ResponderEliminarToda una anécdota tu relato!
Precioso relato cómplice y, como dice Belén, sientan muy bien los besos agradecidos. Un beso agradecido.
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