Me acababa de sentar y ya el estómago bailaba al ritmo de la percusión indomable de los nervios, el mismo ritmo endiablado que me paralizaba la mano.
Mis ojos veían las preguntas del examen, luego se deslizaron por la blancura del papel y terminaron posándose hipnotizados en el dibujo del plumín de la Mont Blanc que me regaló mi novia para la ocasión. Sus líneas avanzaban armoniosas, formaban volutas mágicas que se mezclaban para formar un laberinto bellísimo donde me quedé atrapado durante las dos horas que duraba el examen de la última asignatura que me quedaba para terminar la carrera.
Sonó la campana, guardé la pluma en su elegante funda, escondí dos lágrimas y entregué una hoja de repuestas inmaculada.
Hoy, veintisiete años después, el día del cumpleaños de mi hijo, le regalo el estuche de terciopelo donde descansa la pluma de magnífico plumín que nunca escribió.
Por cierto, mi hijo es dibujante, no escritor.
Tu relato me trae muchos recuerdos de cuadrículas y rayas moviéndose en el espacio infinito del aula, como galaxias en formación. Lo malo es que mi hijo no me ha salido astronauta, jejeje. Gracias por este maravilloso relato-regalo.
ResponderEliminarComo me gustan las plumas!! Como dice Rosa, a mi también me recuerda esos momentos mágicos donde podrías haber escrito preciosidades en lugar de responder las preguntas insulsas de un examen... como lo demuestra tu composición. Besos.
ResponderEliminar!tía una Mont Blanc! Cómo se nota la gente pudiente. Buen relato.
ResponderEliminarmuy bueno Belén, escribir con pluma siempre me ha gustado, y leerte me gusta mucho más. Enhorabuena¡¡¡
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