Hace frío y llueve. Tiene los pies mojados y le duelen. Quiere llegar a casa, cambiarse de ropa y sumergir los pies en agua caliente para olvidarse del horroroso día de pelea con sus compañeros de trabajo.
Al abrir la puerta se encuentra con la alegría viva de una respiración acelerada, unos ojos desmesurados de contento, unas orejas en continuo movimiento recibiendo sus palabras y un hocico que le olisquea y da bocaditos de bienvenida.
Lo llevó a su casa hace ya ocho años. Contemplaba a un malabarista y ahí apareció él, desconfiado, flaco, con el pelo estropajoso y lleno de pulgas. Al terminar, el perrito se acercó al artista como para darle una moneda, pero le ignoró; entonces el animal se sentó manteniendo la mirada muy alerta. Él se acercó y venciendo al batallón de pulgas del pelaje, le acarició detrás de sus orejas tan negras como tiesas, susurrándole su nombre y su intención de llevárselo.
Ahora, cuando se recuesta en el sofá con los pies calentitos y la ropa seca, se siente como su mascota debió sentirse aquel día; reconfortado y sin miedo. Alarga la mano y acaricia el pelaje suave de este amigo peludo tumbado a su lado y los dos sienten el placer de estar vivos.
Me encanta tu relato: el placer de sentirse vivos, acompañados. Muy emotivo. ¿Quién rescató a quién?
ResponderEliminarUn beso
Uno al otro y otro al uno como en los buenos acuerdos jjj
ResponderEliminarAsí debe ser, retroalimentándose..., a ser posible sin el particular paté de Santa, jeje.
ResponderEliminarEse sofá y ese peludo, me suena... ¡Cómo se nota en los relatos el toque de quién tiene mascota!
Estoy viendo la escena como en el cine... con Manollito durmiendo a mi lado. Le encanta los patés...
ResponderEliminarPor cierto tengo que conseguir más...
Bs ;-)