Onán no era extremeño, pero nosotros practicábamos sus enseñanzas en compañía.
Alguna vez fuimos a espiar a las chicas, pero si se daban cuenta teníamos que salir por patas, porque nos amenazaban con los hermanos mayores que eran unos brutos.
La cena en el pueblo en verano era suave, quesos, jamón, morcilla patatera y de calabaza y vino con sifón para el Dios y los demás, agua. Además, una ensalada de tomates que llamaban rin-ran.
Mi Dios nunca llegaba a la hora y mi madre nos mandaba a la taberna uno detrás de otro, para buscarle. Nos encantaba ir, pues según entrabas, algún convecino decía “Lauro, ahí está uno de tus muchachos, a casa”, pero él no hacía ni caso nos daba unos cacahuetes y pedía otra ronda.
Cuando ya iba el último, pagaba y se retiraba abrazado al que fuera y a casa a cenar. Mi madre de morros.
Después de cenar, un poco de tertulia en la mesa camilla y como no teníamos televisión se aprovechaba para limpiar las lentejas. Se vaciaba el paquete en el centro y metiendo la mano cada uno desde su sitio, las iba trayendo hacia sí y quitando los pedruscos que tenían. Si comprabas un kilogramo se quedaba en medio sin exagerar.
Mi padre adormilado y si rezábamos el rosario ya ni te cuento. Tenia truco, había que saberse el inicio y empezar alto y luego disminuías el volumen hasta terminar en un susurro. Mi madre se armaba con el matamoscas y daba igual a quién daba, fuera mosca o el que no seguía los misterios. A Dios nada, era muy injusta.
En el pueblo, existían tres o cuatro televisiones, nosotros íbamos a casa de unos parientes y entrábamos en la casa, pero en el borde de la carretera nacional se colocaban los vecinos que se traían sus sillas. El primo de mi padre colocaba la tele frente a la ventana y la abría y entonces se formaba como un patio de butacas en la carretera. Cuando pasaba un coche, cada uno cogía su silla y se retiraba para que pasara, pero era muy raro. Recuerdo pocos programas de aquella época, pues entre el sueño y la nieve, que a pesar de ser agosto caía siempre en Madrid no se veía casi nada.
La hora de dormir, era de toda la familia, entrabas en la cocina y te tomabas un tazón de leche con una nata que no he vuelto a ver en mi vida y mientras en tus labios notabas la porcelana descascarillada, veías en la mesa el sifón vacío y ya sabías el recado del día siguiente.