De niño, los recuerdos más felices e imborrables que todavía están en mi memoria, como si estuvieran grabados a cincel y martillo, son aquellos de nuestra casa en el barrio de Tetuán de las Victorias, hoy tan solo Tetuán, supongo para no ofender.
Los días los pasaba en el jardín, subido al viejo almendro, donde mi padre me había construido una especie de caseta, que llegué a pensar era el hogar de un bosquimano. Armado con mi escopeta de aire comprimido y mi tirachinas, no dejaba títere con cabeza. ¡Pobres pajaritos, lagartijas, escolopendras o ratones que paseaban tranquilos por debajo de aquel majestuoso árbol!
Uno de mis pasatiempos era, precisamente, meter en una botella una escolopendra y una lagartija juntos, y ver, en el Coliseum de mis dominios aquellos que luchaban por la supervivencia. Cada vez que lo pienso ahora, me avergüenzo de mi salvajismo, pero ¿Cómo iba yo a imaginarme que había otras formas de tratar a la naturaleza y a los animalitos en aquellos días, con la educación que recibíamos?
Los ratones atemorizaban a mi madre, hasta el punto de llegar a un acuerdo con ella, de darme una moneda de 50 céntimos, de aquellas que tenían un agujero en medio, por cada ratón que cazara. Fue entonces cuando comencé a ser malo; no porque me limpiara los mocos con las mangas de la camisa, sino porque me traía los ratones de las casas de mis amigos y se las vendía a mi madre, como si fueran de la nuestra. Aquello ya lo confesé muchas veces al cura del colegio y estará, digo yo perdonado. Creo, no obstante, haberlo compensado cuando al venir del colegio, mi madre me pedía nos viéramos a solas, y me requería la enseñara a leer. Aquello que para mí era un juego, hoy siento que, quizás, con aquella acción realizada de manera tan normal, no era tan malo como pensaba.
Yo nunca he confesado lo de la captura de los saltamontes a traición con tarro y por la espalda. Tampoco me arrodillé nunca en el confesionario por lo de la mutilación una a una de las patitas de la araña para demostrar, que sin ninguna, la araña no acude cuando se la llama porque se queda sorda. Lo sé, el chiste es del siglo V a c pero es que lo inventé yo.
ResponderEliminarNos convencieron de que aquellas burradas eran juegos de niños. Nunca es tarde para confesar y pedir perdón. Yo lo hago ahora. Espero vuestra absolución. La penitencia se puede omitir que son otros tiempos.
Antonio, gracias por tu relato. Ha sido muy evocador y reconfortante. Me has quitado un gran peso de encima. Ahora respiro mucho mejor.
Quién no haya experimentado mutilando a lagartijas para comprobar cómo la cola seguía moviéndose después de ser separada del resto del cuerpo , que tire la primera piedra.
ResponderEliminarVisto desde los ojos de adultos y "domesticados" , aunque es mucho decir, lo vemos salvaje.
Pero nos has transportado a nuestra niñez Antonio y ese siempre es un viaje agradable.