Dos meses estuvimos solos mi compañera y yo, aislados del mundo. Por nuestra salud mental éramos disciplinados:
Respetábamos los horarios de trabajo y descanso; hacíamos ejercicio diario, pese a las limitaciones del lugar; éramos organizados con las comidas y el sueño; cuidábamos nuestra imagen, aunque solo nosotros pudiéramos verla y manteníamos contacto con el exterior gracias a la tecnología.
El confinamiento creó grandes lazos entre nosotros. Nos gustaba ver amanecer, ¡hubo tantas salidas de sol! Mirábamos cómo el mundo seguía girando aunque nosotros nos hubiéramos bajado temporalmente de él. ¡Parecía un lugar tan apacible! A veces lo contemplábamos juntos; otras, respetábamos nuestros espacios de soledad.
Cuando aquello terminó y regresábamos hacia nuestro día a día habitual, todo el equipo nos recibió. Tras bajar el último escalón nos protegieron con un paraguas del chaparrón que caía. Instintivamente, los apartamos. Yo miré hacia arriba, extasiado, con la boca y los brazos abiertos para beberme la lluvia, para que me mojara más. Cuando nos miramos, los dos empapados, comenzamos a reírnos incontrolablemente. Debido al agua que me corría por la cara nadie se dio cuenta del momento en que mi risa se transformó en llanto. Esa lluvia simbolizó de golpe todo lo que habíamos echado de menos; y es que en la Estación Espacial Internacional, a 400 km de altura, nunca llueve.
He disfrutado mucho con tu relato y la sorpresa final es buenísima. Un placer leerte.
ResponderEliminar¡Qué bueno, Alicia! ¡Vaya giro final! Vivimos bajo un gorro atmosférico que nos proporciona algo tan hermoso como la lluvia, el viento, las nubes... Seguro que no llueve en todos los planetas. Seguro que los marcianos que nos descubran van a llorar de emoción cuando vean la lluvia. Qué bonito relato. Un abrazo.
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