Una vez solo, después de la ceremonia, Konos fue hacia la Sala de los Espejos para recrearse con el deslumbrante aspecto que le proporcionaba la corona del reino de Trumord sobre su cabeza.
Levantando la barbilla observaba el reflejo de sus ahora regios perfiles y recordaba a sus adversarios: Siex murió en el bosque devorado por los lobos; Thur apareció ahorcado en su dormitorio; Güixo había desaparecido, pero no le preocupaba, siempre fue un cobarde sin posibilidades.
Había superado la prueba de sangre a la que se debían enfrentar todos los aspirantes al trono desde que el Mago de Trumord, harto de conspiraciones y bajezas, conjuró para que la sangre de los traidores trasmutara de color; así, con un simple pinchazo, quien no goteara un rojo brillante era descartado y pasaba a engrosar, con su nombre y su vergüenza, el Gran Libro de Indeseables. Pero Konos no tuvo problemas, el Secretario General de los Notarios le apoyaba.
Tan ensimismado estaba en su baño de vanidad, que no vio el reflejo de Güixo acercándose por detrás. Sólo cuando aquel dolor punzante le atravesó las costillas se dio cuenta del error de haber dejado un cabo suelto. Abrazando la corona soltó un estremecedor gemido al pensar que todos verían, cuando le encontraran al amanecer, la mancha verduzca que empapaba su blusón.
¡Madre mía, Alicia, qué gran historia con tan pocas palabras! Así que era un traidor, con lo que me gustaba a mí para el trono, con ese nombre casi mítico, KONOS. Me ha encantado, Alicia. Qué bien que estés aquí, acompañándonos, con tus relatos tan valiosos.
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