Gabriel de niño me llamaba muleta. Y me disgustaba la
reacción de otros niños, crueles y algo salvajes, que se burlaban no del mote
sino de la causa de que me llamara así. Pero ni siquiera discutía con ellos,
sino que me afanaba en ayudarle a caminar desde su casa al colegio primero, al
instituto después. Juntos fuimos a la Universidad.
Luego, cuando la ELA lo arrumbó primero en una silla y luego
en una cama especial que sus padres pudieron pagar a duras penas además de
otros artilugios, Gabriel me llamó amigo. Y lo decía de tal modo que yo creía
que hablaba en mayúsculas, subrayado y en negrita. Y todos nos reíamos.
No podía vencerle la ela. Gabriel lo escribió así una sola
vez porque al hacerlo en minúsculas era como si le restase un poquito de su
maldad.
Pocas semanas antes del día cuando mudó su presencia comenzó
a llamarme puerto, refugio, asilo, y bahía, abrigo, cala, y me llamó orilla
porque en esos lugares se había sentido siempre seguro con mi compañía, viera o
no el mar.
Y ahora me detengo en cada puerto pequeño y marinero, paseo
las fronteras de los mares y junto a mi huella en la arena veo las suyas. No
tengo frio y no necesito recordarlo porque no se ha ido. Porque le quiero.
Los amigos de verdad nunca dejan de dar señales de Vida...
ResponderEliminar¿Qué mejor muleta que un amigo...?
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