Estaba deseando que llegase junio, era el año 1973, tenía seis años. Nos
iríamos en tren dos meses a Galicia, a la casa de mis abuelos.
Mi tío Luis nos llevaba en coche desde Lugo hasta Gonday. Antes de llegar a la puerta, tenías que sortear un montón de cacas esparcidas como huevos fritos. El olor desagradable a vaca, a cerdo, a conejo y a gallina se difuminaba hasta hacerse agradable a los pocos minutos.
La abuela Esperanza nos recibía con un gran achuchón, seguido de besos. Cómo añoro su olor a limpio y la suavidad de sus manos cuando recorrían mi cara acariciando los mofletes, para terminar diciendo que había crecido mucho. Luego procuraba que la barba del abuelo no me arañase la cara.
La abuela reinaba en la cocina con una sonrisa, aunque el abuelo la tratase como a una escoba. Dormían en la planta de arriba en camas separadas y desde abajo sabías por donde andaban por el crujir del suelo de madera. Mi tío Pepe vivía con ellos y se encargaba de los animales; con Él y mi madre me iba a la fuente, a llenar de agua los baldes para la casa.
Desayunábamos pan centeno mojado en leche con Cola Cao. En la merienda, si quería chocolate tenía que sentarme en el ‘Colo’ de la abuela donde entre bocado y bocado me besaba con ternura. Había una gata, ‘Linda’; que solo se dejaba acariciar por ella y que robaba de la alacena el tocino.
En el verano venían los primos de Barcelona, cinco en total y dos del pueblo Ángel y Mari. La abuela era feliz. Yo era el más espabilado, porque me colaba en su cama por la mañana y disfrutaba contándole lo que iba a hacer al levantarme.
El fin del verano lo marcaba la lluvia y las lágrimas de la despedida. Aun así, siempre sonreía; mi madre me contó que se quedó ciega a los cuarenta y dos años por culpa de unas cataratas.
No recuerdo haber visto un mal gesto, oír una queja… Su nombre lo decía todo.
Mi tío Luis nos llevaba en coche desde Lugo hasta Gonday. Antes de llegar a la puerta, tenías que sortear un montón de cacas esparcidas como huevos fritos. El olor desagradable a vaca, a cerdo, a conejo y a gallina se difuminaba hasta hacerse agradable a los pocos minutos.
La abuela Esperanza nos recibía con un gran achuchón, seguido de besos. Cómo añoro su olor a limpio y la suavidad de sus manos cuando recorrían mi cara acariciando los mofletes, para terminar diciendo que había crecido mucho. Luego procuraba que la barba del abuelo no me arañase la cara.
La abuela reinaba en la cocina con una sonrisa, aunque el abuelo la tratase como a una escoba. Dormían en la planta de arriba en camas separadas y desde abajo sabías por donde andaban por el crujir del suelo de madera. Mi tío Pepe vivía con ellos y se encargaba de los animales; con Él y mi madre me iba a la fuente, a llenar de agua los baldes para la casa.
Desayunábamos pan centeno mojado en leche con Cola Cao. En la merienda, si quería chocolate tenía que sentarme en el ‘Colo’ de la abuela donde entre bocado y bocado me besaba con ternura. Había una gata, ‘Linda’; que solo se dejaba acariciar por ella y que robaba de la alacena el tocino.
En el verano venían los primos de Barcelona, cinco en total y dos del pueblo Ángel y Mari. La abuela era feliz. Yo era el más espabilado, porque me colaba en su cama por la mañana y disfrutaba contándole lo que iba a hacer al levantarme.
El fin del verano lo marcaba la lluvia y las lágrimas de la despedida. Aun así, siempre sonreía; mi madre me contó que se quedó ciega a los cuarenta y dos años por culpa de unas cataratas.
No recuerdo haber visto un mal gesto, oír una queja… Su nombre lo decía todo.
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