Apenas tiene cinco minutos para resolver el tinglado de una máquina que amenaza desde hace meses con el desastre y exige la precisión de un relojero, de un cirujano. Y tiene que abrir un frasco, aún con precinto, con cuidado de verter la proporción exacta. Excederse significaría un despilfarro que no le permitirá alcanzar los treinta días de gracia de sus recursos. Y para colmo el cierre de la valija de los secretos está atorado. No dispone de otro medio ni conoce más mecanismos salvo su experiencia y su pericia para resolver el problema.
Queda un minuto, apenas sesenta segundos. El espacio que media entre una victoria sin brillo y la derrota sin paliativos. Cercada por la mirada de su hijo que al fin puede desayunar su cola cao mientras guarda las tareas en la mochila. Se atará los cordones de sus zapatos en el autobús de la escuela. Como hace siempre. Es el pequeño margen donde cabe cierta improvisación. Con una toalla vieja de playa se protege de la llovizna que comienza a caer, hasta alcanzar el portal. Aspira hondo, y corre escaleras arriba, renunciado al viejo ascensor que desciende lentamente. ¡La Lavadora!