Como a veces olvidaba dónde aparcó el coche, Jeremías, ornitólogo aficionado y friki de Chopin, lo anotaba en un posit para guardarlo en la cartera. Pero a veces olvidaba dónde lo ponía o acababa en la lavadora. Cuando le robaron la cartera eligió una libreta, tan pequeña que pudo guardarla en algún bolsillo. Pero como no valía en verano, recurrió a los pantalones practicables con bolsillos en las perneras. Estaba tan contento que hasta dirigió una carta de gratitud a Decathlon.
A mucha gente le vino muy bien aquella libretita. Por ejemplo, al urólogo que supo así que la primera incontinencia fue el día de los dos patitos de un mes de junio. Le fue útil a Carmen, vendedora de flores, pues un día y en un despiste del hombre, la mujer leyó que sus flores eran los espejos donde se miraba. Generosa y dulce se hizo un selfie con su enamorado, aunque para entonces Jeremías había olvidado su amor secreto.
Y sirvió a quienes cumplieron sus últimas voluntades. Dejó escrito que debería arder junto a un vinilo de Chopin y la fotografía de un jilguero, la criatura que había elegido ser en otra vida según escribió en el reverso.
Carmen, a hurtadillas, añadió aquella fotografía. Luego fue ella quien esparció gran parte de sus cenizas en una ribera del mar. El resto fueron abono de sus azucenas.
Pues no se me ocurre mejor modo de acabar que metabolizarse en una flor. ¿Te imaginas que esa flor se pareciera a ti? Que oliera como tú, que tuviera tus pelos revueltos... en fin, vamos a dejarlo. Precioso relato, Julián. Nada que ver con mis desvaríos.
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