Sólo la luna les vio entrar en el cobertizo.
Con las prisas del miedo y la pasión se quitaron la ropa. No había sido posible danzar a sus dioses en el emparejamiento, allí sólo cabían el Único Dios y un demonio, a los que ambos imaginaban rubios y claros de puro malos.
Él la agarró por los hombros al besarla; ella le abrazó la cintura.
Él bajó sus labios por el cuello moreno hasta detenerse en los pechos; ella llevó los suyos al brazo musculoso y bordeó suave los últimos latigazos, para que no escocieran.
Él dijo algo acelerado; ella le contestó.
Él la acarició las nalgas; ella, apretando las de él, le trajo hacia sí.
Él, pese a las prisas, entró despacio, para que ella no recordara la brutalidad del miembro del amo.
Y con ese balanceo, tan distinto al del barco que les trajo encadenados, los dos se estremecieron.
Mañana, bajo el sol, serían capaces de mirar, sólo por un momento, a los ojos del amo con orgullo africano, con la satisfacción de saber que todo su oro de blanco no había podido comprar esos cuatro minutos de libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario