Mi primer viaje a África fue a Casablanca, donde mi barco acababa de hacer escala para realizar un cargamento de fosfatos. La curiosidad de estar en un nuevo continente me atraía, aunque no esperaba encontrar safaris, selvas, desiertos… Aquel día, recuerdo, era festivo y aquello me permitiría descubrir la ciudad relajadamente: aspirar sus olores, disfrutar sus colores y aprender de lo desconocido; entonces era un joven esponja que absorbía todo lo que me llamaba la atención.
Tan pronto puse el pie en tierra, observé que, un joven que llevaba una alfombra en un brazo e innumerable objetos y piezas de vestimenta en la otra, se me acercó gritándome: “¡Amigo, amigo, mira, barato, barato!”
No me dio ni tiempo a reaccionar cuando “la humana tienda ambulante” ya me había mostrado cantidad de sus innecesarios objetos. Intenté repetidas veces quitármelo de encima, argumentándole que ninguno de sus artículos me interesaba. Él, sin embargo, en ningún momento perdió la sonrisa y su ¡amigo, amigo, barato, barato!
Pronto me di cuenta, que debía hacer algo si no quería que me arruinara el día. Fue entonces cuando me mostró una lámpara en miniatura y me dijo que aquella, al igual que la de Aladino, concedía tres deseos. Después de interminables minutos de regateo le compré la lamparilla con el propósito de quitarme al insistente vendedor de encima, y delante de él, formulé mi primer deseo: “¡Oh, lámpara mágica, haz que este pesado desaparezca de mi vista para siempre!” Seguidamente formulé que tuviera un gran día en aquella desconocida ciudad y ambas cosas se realizaron.
Cincuenta años más tarde he encontrado en un viejo cajón, aquel objeto olvidado y recordado que me quedaba un deseo. He pensado que no tengo nada que perder si lo uso para que se descubra pronto una vacuna contra el covid 19. Si esto sucede, tendré que replantearme algunas cosas.
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