El otro día, caminando por el
monte, encontré un objeto. Era negro, del tamaño de un móvil, sin botones,
luces, pilas, ni nada que mostrara
qué era ni para qué servía. Me pasé un
buen rato dándole vueltas, acariciándolo, rascando la superficie. Incluso lo tiré
contra una piedra para romperlo, abrirlo, en fin, para que pasara algo. Pero
nada. Me sentí tan absurdo como un neandertal con un mando a distancia. No
obstante, lo guardé en la mochila.
Esa misma noche descubrí,
perplejo y maravillado que, a la luz de la luna, se encienden dos luces. Si
apunto a un planeta, y pulso la luz de la izquierda, el planeta reverbera, brilla;
si, en ese momento, pulso la de la derecha, un tenue remolino de polvo me
traslada a él y puedo pasear, en una burbuja de oxígeno, por sus cráteres, esquivar
sus descomunales geiseres, atravesar nebulosas gaseosas. Hasta ahora no he
encontrado humanos. Ayer descubrieron un planeta azul en el cinturón de Orión. Buscaré
las coordenadas y apuntaré bien. Estoy nervioso. Tal vez allí encuentre una Eva
con la que poder empezar de cero.
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