Era un día triste, uno de esos días en que no encuentras nada amable, bello, ya sabéis, un asco. Entonces vino a salvarme una chispa de vida que crecía a medida que lo recordaba: mi abuelo y su gran optimismo, su capacidad para transformar la existencia con su imaginación. Heredé su preciada cajita, que entre otras cosas tenía unas instrucciones con un mapa. En un santiamén llegué al lugar señalado, una boscosa montaña, y allí me senté en el punto exacto donde indicaba el mapa. El rito continuaba con unas palabras:
Lejana belleza, atrápame.
Despliega tu caparazón de isla dormida.
Que gire y gire hasta el infinito.
¡Ya!
Un pedazo de isla desprendida de la Tierra giró hacia las estrellas, y yo con ella; casi podía tocarlas, pues la bóveda era transparente. Llevaba un pedazo de bosque, río, playa… Todos los habitantes de lejanos planetas querían conocerme: Natonianos que aparecían y desaparecían caprichosamente; Colorinos, como manchas de todos los colores, los más importantes tenían todo el arcoíris, pero de su planeta, porque había colores que desconocía.
Me han sorprendido tantas cosas y personajes; siempre había una forma de comunicación que no podría explicar.
He vuelto a la Tierra, pero ya he quedado para estas Navidades con un Colorino del planeta Mancha Marcha.